Todos sabemos que San Valentín es el patrón de los enamorados, sean estos solteros o casados, vivan juntos o a distancia prudencial, incluso si su matrimonio ha cumplido las bodas de oro.


Según la RAE, o sea, la Real Academia Española de la Lengua, que de parloteo sabe un rato, “patrón” significa “protector”, mientras que “patrono” es “persona que emplea a obreros”. Así que no confundamos y no la liemos desde el principio. Pero, ¿para qué sirve un patrón, en este caso San Valentín? Lo aclararemos en un santiamén. Muchos opinarán que San Valentín tiene como misión que el 14 de febrero los enamorados tiren la casa por la ventana comprando joyas, ramos de flores, perfumes, corbatas, libros (bueno, de estos pocos), música, viajes a Tailandia o cenando en restaurantes en mesas con velas.


¡Pues no señor, no es eso! El regalo viene por añadidura, es algo entre particulares en donde no interviene el patrón; simplemente son signos que muestran hasta qué punto nos consume el amor. Así el amor será mucho más consumidor si el viaje que se regala es a la susodicha Tailandia en lugar de la Albufera de Valencia, y no digamos si el detalle es un diamante de medio kilo (no de medio quilate, digo de medio kilo, sistema métrico decimal), como los que recibía Liz Taylor por su maridaje con el señor Richard Burton. En tal caso (el del diamante) el amor abrasa como si uno metiese la mano en un río de lava como aquella del volcán de La Palma.


¿Está para eso San Valentín? ¿Para regalar a unos diamantes y a otros zapatillas del mercadillo? No señor. San Valentín, y aquí queríamos llegar, está para fomentar el amor entre las parejas (quizá a veces entre los tríos o los fules -ya se sabe, pareja más trío) para que nadie viva y muera en soledad, para encontrar la media naranja esa, para potenciar o hacer renacer la pasión amorosa entre quienes, con el paso del tiempo, han perdido su fuerza amatoria como si de una “Casera destapada” se tratase. (Ojo, que donde decimos amor nadie ha pronunciado la palabra sexo. No lo fastidiemos).


Pues sí señor, para eso está San Valentín y a él debemos dirigirnos, para rogarle y, si hace falta, dedicarle un par de novenas. Y después, sólo después, cuando él nos haya puesto en contacto con la ya tópica media naranja, tener con dicho cítrico ese pequeño detalle que nos echará en sus brazos. Y para que mejor se comprenda esta enseñanza, y sirva de modelo ejemplar a neófitos, ahí van algunas de las ocasiones de mi vida en las que me crucé con él (con San Valentín) y los espectaculares resultados que obtuve.


Andaba yo por los 14 años cuando ya formaba parte de una banda de chicos y chicas. Solíamos juntarnos, sobre todo los domingos, día que aprovechábamos para pasear, hacer gamberradas y, especialmente, quedar para el baile, que era amenizado por un batería y un saxofonista que bastaban para lo que allí se pretendía. El caso fue que dentro de la pandilla se fueron formando parejas, unas más unidas que otras, y un servidor resultó agraciado con la chica más guapa. Nos caíamos muy bien, siempre nos buscábamos, nos protegíamos mutuamente, y procurábamos aislarnos de los demás. Nuestra estrecha relación se manifestaba especialmente en los bailes, pues mientras los demás cambiaban de pareja cada dos o tres canciones, nosotros bailábamos juntos durante las dos horas del sarao. Así durante casi dos años. Hasta que un día…


Llegué tarde al baile y encontré a la que ya era “oficialmente” mi novia bailando con otro. Me acerqué a ella y recibí un bufido. Insistí y recibí dos bufidos. A la tercera intentona ya ni me bufó. Y lo peor era que con quien estaba bailando era con el más tonto del pueblo. Yo no lo entendía. Los componentes de la pandilla no supieron o quisieron darme una explicación. Desde aquel día nunca volvimos a estar juntos. Pero una semana después logré saber el motivo. Una buena amiga me confirmó que el enfado se debía a que mi “novia” había estado esperando desde hacía meses el día de San Valentín y, por supuesto mi detalle. Lógicamente lo que menos sabía yo por aquel entonces era que tal santo existía ni cuáles eran sus funciones en las relaciones humanas. Así que me limité a aguantarme y a tomar nota para otra ocasión. Ella, por su parte, cambió pronto al tonto del pueblo por el más rico y creo que le fue bastante bien con la permuta.


Poco después de este luctuoso suceso mis padres, que estaban de mi hasta la coronilla, decidieron exportarme a la capital, metiéndome interno en un colegio de curas con el fin de que me domesticasen en lo posible y, si se podía, aprobase el bachillerato. Lógicamente, como cualquier centro penitenciario que se precie, dicho colegio tenía unas normas de disciplina bastante estrictas, algo que a mí no me venía nada bien. Una de las más dañinas para el libre albedrio era la prohibición de salir los domingos a patrullar la ciudad si no teníamos algún familiar que nos recogiese y entregase de vuelta al redil. Yo tenía a una familia amiga, la cual, “por cumplir”, me iban a buscar un domingo al mes, lo que era muy poco para el número de cines que a mí me apetecía visitar. Total, que si no venían a buscarme yo me autoinvitaba y salía por patas nada más concluir la misa dominical. Decía al cura de guardia que no podían venir a buscarme pero que yo iba a estar con ellos todo el día, cosa que era falso como Judas. De momento los cancerberos lo creyeron. La jugada la realicé en varias ocasiones hasta el día fatídico en que todo se derrumbó.


Una vez en la calle, y revisada la programación de los siete cines de la urbe, sólo uno de ellos proyectaba un programa autorizado para todos los públicos. Mala cosa, pues todos los menores de 18 años de la ciudad iban a estar ese domingo ansiosos de encontrar una entrada en el cine España. Así que allí me plante a las dos de la tarde haciendo cola, hasta las cuatro que empezaba la sesión, junto a una pareja de la Policía Armada cuyo objeto era mantener el orden. El programa era “Vuelve San Valentín” y “Erik el Vikingo”. Me encantó la de San Valentín y me quedé a verla por segunda vez. ¡Cómo disfruté con la pobre María Cuadra, ilusa enamorada, a la que Jorge Rigaud regalaba a Ángel del Pozo! ¡Qué bonito! ¡Qué yo que sé!


Así, ilusionado por haber pasado una gran tarde de amor (cinematográfico, claro) regresé tras los muros de acero. Pero ¡ay!, allí me esperaba el Rector para someterme a un duro interrogatorio. Les había engañado, ningún familiar me había reclamado. Simplemente me había fugado. Lo sabían de buena tinta. No me extrañó. Siempre he tenido excelentes enemigos. Resultado: El resto del curso confinado sin salir ningún domingo ni festivo. Y lo cumplieron a rajatabla. Era gente de palabra. Pero mal que les pesase siempre me quedaría “Vuelve San Valentín” y el triunfo del amor de María Cuadra.


Mi siguiente aventura valentiniana tuvo lugar varios años después, ya caídos los muros de acero. Yo ya vivía en otra ciudad y en la anterior moraba una chica con la que había entablado amistad y que supuse podría llegar a más si conseguía un buen decorado para una declaración amorosa. Lo planeé con tiempo y asesoramiento ajeno. Como era una mujer intelectual, aficionada al teatro y otras chucherías de vanguardia, nada mejor que llevarla al cine (a mí el cine me ha perdido siempre) el día de San Valentín. Y para ello que mejor que ver “Gritos y Susurros” de Ingmar Bergman. ¡Desastre total! Apenas diez minutos de iniciada la proyección la buena mujer dormía a mi lado plácidamente y así estuvo hasta que se encendieron las luces. Medio adormilada la acompañé hasta la residencia de señoritas donde moraba y nunca más volvimos a quedar para nada.


Eso sí, de vuelta, en Renfe, a mi ciudad de origen me encontré, en el departamento solitario del vagón, un gran bote de peras en almíbar (aunque caducado) que me endulzó bastante este nuevo desastre amoroso.


Visto lo cual, y atando cabos, llegué a la conclusión de que San Valentín y un servidor no éramos muy compatibles (faltaba química, que se dice ahora), por lo que guiado por mi madre, que sufría más que yo mis descalabros amorosos, decidí, a partir de entonces, pasarme con armas y bagajes a San Antonio de Padua, famoso también por arreglar muy bien estas cosas del corazón. Pero me fue peor, pues nunca mejora el estado de quien muda solamente de santo patrón y no de vida y costumbres. Adiooossssss….. Don Pablos.